Los disturbios de febrero de 1989 comenzaron por una alza
promedio de 30% en las tarifas del transporte | Alejandro Delgado /
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El Nacional
Editorial
El 27 de febrero de 1989 fue, sin duda, un día doloroso en la
historia de Venezuela. Las masas de Caracas y Guarenas se volcaron a las calles
y se dio una combinación de actos de protesta y de pillaje
El 27 de febrero de 1989 fue, sin duda, un día doloroso en la
historia de Venezuela. Las masas de Caracas y Guarenas se volcaron a las calles
y se dio una combinación de actos de protesta y de pillaje. Menos de un mes
antes había asumido un gobierno elegido por una votación abrumadora.
El contraste entre la asunción al poder de un líder popular y la reacción iracunda de la población fue desconcertante. Los manifestantes no atacaron las sedes de los partidos, del Congreso ni las fábricas. Saquearon los comercios y supermercados. El gobierno, para evitar la anarquía, envío al Ejército a las calles y hubo un elevado número de muertos. 23 años después no podemos explicarnos aquellos acontecimientos.
Quienes pretenden utilizar los hechos históricos para adelantar sus intereses los han interpretado para justificar sus actitudes posteriores. Unos han dicho que se trató de una explosión ante las frustraciones acumuladas por años de estancamiento. Otros que fue la reacción ante unas medidas impopulares que significaban un deterioro de la condiciones de vida de la población en aras de recuperar los equilibrios macroeconómicos, fetiche de los gerentes neoliberales.
No falta quien los atribuya a una conspiración extremista del líder de la revolución cubana, Fidel Castro, quien deseaba la venganza de su derrota ante la democracia venezolana hacía ya más de dos décadas. Y por último, está la versión oficialista de un chavismo anticipado que habría ondeado las banderas populares y se habría encontrado con la represión feroz de los capitalistas.
Todos esos relatos interesados ocultan la verdad o no ayudan a aclararla. Muchos se inscriben en la tendencia a deformar los hechos para contribuir al culto a la personalidad que promueve el Gobierno. La misma que sostiene que el cáncer puede vencerse con carisma y que Estados Unidos es un tigre de papel. La que huye de la realidad y sostiene que ya no existe la pobreza porque así lo afirma la Gaceta Oficial.
La misma que dice que el 4 de febrero fue un acto de heroísmo, y que el "por ahora" no fue una rendición sino un llamado a la victoria y merece el ridículo desfile del que fuimos testigos.
La que supone que los menguados oficiales que antes eran obligados a gritar "Patria, socialismo o muerte", consigna que por superstición se ha trocado en "Viviremos y venceremos", sacrificarán ante el altar del comandante la dignidad de la Fuerza Armada.
La misma que dice que Jesucristo y Bolívar fueron socialistas, una especie de premonición de Fidel Castro y Hugo Chávez, y que el Ché Guevara es una reedición modernizada de san Juan Bautista. Así como Giordani sería la versión tecnocrática de san Pablo y Miquilena un Judas de estos tiempos.
Lo que no han podido resolver estos falsificadores de la historia es quién sería el san Pedro, sucesor del Mesías, a pesar de haberlo negado varias veces, fundador de la Iglesia heredera del mensaje cristiano.
El contraste entre la asunción al poder de un líder popular y la reacción iracunda de la población fue desconcertante. Los manifestantes no atacaron las sedes de los partidos, del Congreso ni las fábricas. Saquearon los comercios y supermercados. El gobierno, para evitar la anarquía, envío al Ejército a las calles y hubo un elevado número de muertos. 23 años después no podemos explicarnos aquellos acontecimientos.
Quienes pretenden utilizar los hechos históricos para adelantar sus intereses los han interpretado para justificar sus actitudes posteriores. Unos han dicho que se trató de una explosión ante las frustraciones acumuladas por años de estancamiento. Otros que fue la reacción ante unas medidas impopulares que significaban un deterioro de la condiciones de vida de la población en aras de recuperar los equilibrios macroeconómicos, fetiche de los gerentes neoliberales.
No falta quien los atribuya a una conspiración extremista del líder de la revolución cubana, Fidel Castro, quien deseaba la venganza de su derrota ante la democracia venezolana hacía ya más de dos décadas. Y por último, está la versión oficialista de un chavismo anticipado que habría ondeado las banderas populares y se habría encontrado con la represión feroz de los capitalistas.
Todos esos relatos interesados ocultan la verdad o no ayudan a aclararla. Muchos se inscriben en la tendencia a deformar los hechos para contribuir al culto a la personalidad que promueve el Gobierno. La misma que sostiene que el cáncer puede vencerse con carisma y que Estados Unidos es un tigre de papel. La que huye de la realidad y sostiene que ya no existe la pobreza porque así lo afirma la Gaceta Oficial.
La misma que dice que el 4 de febrero fue un acto de heroísmo, y que el "por ahora" no fue una rendición sino un llamado a la victoria y merece el ridículo desfile del que fuimos testigos.
La que supone que los menguados oficiales que antes eran obligados a gritar "Patria, socialismo o muerte", consigna que por superstición se ha trocado en "Viviremos y venceremos", sacrificarán ante el altar del comandante la dignidad de la Fuerza Armada.
La misma que dice que Jesucristo y Bolívar fueron socialistas, una especie de premonición de Fidel Castro y Hugo Chávez, y que el Ché Guevara es una reedición modernizada de san Juan Bautista. Así como Giordani sería la versión tecnocrática de san Pablo y Miquilena un Judas de estos tiempos.
Lo que no han podido resolver estos falsificadores de la historia es quién sería el san Pedro, sucesor del Mesías, a pesar de haberlo negado varias veces, fundador de la Iglesia heredera del mensaje cristiano.
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