“Las recetas que se están aplicando en Europa llevarán a una recesión brutal”


Juan Luis Cebrián conversa con la jefa de Estado brasileña, antigua guerrillera, torturada y encarcelada durante tres años por la dictadura.La entrevista se realizó en Brasilia en vísperas de la Cumbre Iberoamericana de Cádiz.

La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, antes de la celebración de un acto oficial en su país. / Roberto Stuckert Filho


“Yo no creo que el problema de Europa sea su modelo de Estado de bienestar. El problema es que se han aplicado soluciones inadecuadas para la crisis y el resultado es un empobrecimiento de las clases medias. A este paso se producirá una recesión generalizada”.

Me hubiera gustado comenzar la conversación por hablar de su pasado político, que transcurrió entre responsabilidades logísticas en la guerrilla armada, o preguntarle antes que nada por los desafíos que Brasil afronta, pero ella ha entrado en la sala como un torbellino dispuesta a despedazar las claves de la crisis europea, que amenaza con impactar en el desarrollo de los países emergentes.

 “Nosotros ya hemos vivido esto. El Fondo Monetario Internacional nos impuso un proceso que llamaron de ajuste, ahora lo dicen austeridad. Había que cortar todos los gastos, los corrientes y los de inversión. 

Aseguraban que así llegaríamos a un alto grado de eficiencia, los salarios bajarían y se adecuarían los impuestos.

 Ese modelo llevó a la quiebra de casi toda Latinoamérica en los años ochenta. Las políticas de ajuste por sí mismas no resuelven nada si no hay inversión, estímulos al crecimiento. Y si todo el mundo restringe gastos a la vez, la inversión no llegará”.

 Lo dice con convicción, alzando las manos en expresivo gesto que indica el camino a seguir, es todo su cuerpo el que protesta por lo que está pasando al otro lado del Atlántico y pienso que si no existiera ya en la Historia una Dama de Hierro quizá alguien se habría atrevido a sugerir este apodo para ella. La prensa internacional considera a Dilma Rousseff, 36ª presidente de la República Federativa del Brasil, una de las tres mujeres más poderosas del mundo, junto con Angela Merkel y la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton. A Clinton le quedan dos meses en el cargo, con lo que el triunvirato puede verse pronto reducido a un duelo de titanes.

 ¿Le ha dicho ya a la canciller alemana cuáles son sus puntos de vista sobre la política que ella está imponiendo en Europa? “Se lo he dicho en todas las reuniones del G-20. Europa pasa por algo que ya conocimos en América Latina.

 Hay una crisis fiscal, una crisis de competitividad y una crisis bancaria. Y las recetas que se están aplicando llevarán a una recesión brutal. Sin inversión será imposible salir de la crisis.

 Por supuesto hay que pagar las deudas, la consolidación fiscal es necesaria, pero se precisa tiempo para que los países lo hagan en condiciones sociales menos graves.

 No solo por una cuestión ética, sino también por exigencias propiamente económicas. El euro es un proyecto inacabado y si Europa quiere resolver sus problemas tiene que completarlo, mediante la supervisión y la unión bancaria. En realidad el euro no es una moneda única hoy.

 El mercado distingue entre el euro español, el euro italiano, francés, griego o alemán. El BCE tiene que ser el prestamista de ultimo recurso, pero no solo: hace falta que exista un mercado de títulos, un mercado de deuda, como en el resto de los países.

 La moneda única europea es una de las mayores conquistas de la Humanidad, precisamente en un continente tan castigado por las guerras y las disputas internas.

 Se trata de un fenómeno económico, social, cultural y político que significa un avance formidable, pero de momento está incompleto.

 No puede seguir así si queremos vencer a la crisis. Es el tiempo de construir los consensos, y para ello es importante que exista un liderazgo”.


Las políticas de ajuste no resuelven nada, si no hay también inversión
 No es precisamente liderazgo lo que falta en Brasil. Las encuestas atribuyen a Dilma Rousseff más de un 70% de popularidad, porcentaje aún mayor del que gozaba su predecesor en el cargo y mentor en su carrera política, Lula da Silva. La continuidad básica de una política económica que dura ya casi dos décadas (desde que Fernando Henrique Cardoso emprendiera su amplio programa de modernización) ha convertido a Brasil en la quinta economía del mundo y hoy es un interlocutor imprescindible en cualquier escenario internacional. La llegada de Lula a la presidencia supuso todo un terremoto.

 Las clases bajas experimentaron un sentimiento de autoestima como nunca habían tenido hasta entonces al ver que un obrero ocupaba la presidencia de la República.

 Era todo un símbolo de la nueva política de inclusión social que anunciaba ya el proyecto estrella de Rousseff: hacer de Brasil un país de clases medias, no solo en lo que se refiere a los estándares de vida, sino sobre todo en lo que concierne al nivel educativo de la población.
Dilma no tiene el carisma de Lula, pero brilla por sí misma por su eficacia y su convicción política.

 Se incorporó al PT, el partido del Gobierno, años más tarde de su fundación, tras haber militado en el socialismo de Lionel Brizola y, antes, en dos organizaciones marxistas que promovían la lucha armada. Detenida y torturada por la dictadura militar, fue encarcelada durante tres años, y esa experiencia personal supone un plus de credibilidad a los ojos de todos los demócratas. Le comento que yo tuve oportunidad de vivir Mayo del 68 en París y soy uno de los huérfanos de aquella revolución.

 Los jóvenes españoles de la época seguíamos con admiración los procesos latinoamericanos, iluminados entonces por la esperanza más tarde frustrada del castrismo. Cuatro décadas después, muchos líderes de aquellos movimientos ocupan posiciones de poder en la economía, la política y la cultura y son objeto de protestas similares a las que ellos encabezaron.
 ¿Mereció la pena todo aquello?

“Necesariamente la gente evoluciona. Yo en diciembre de 1968 no andaba en política ni me había incorporado a la clandestinidad. 

Entonces sucedió lo que se conoce en Brasil como el golpe dentro del golpe: un endurecimiento de la dictadura militar. A partir de ese hecho, cualquiera de mi generación que tuviera la más mínima voluntad democrática era violentamente perseguido.

 De modo que desde mi punto de vista personal sí valió la pena, y mucho. Una parte de la juventud tuvo el gesto generoso de pensar que era su obligación luchar por su país, incluso incurriendo en algunos errores.

 Puede que aquellos métodos no condujeran a nada, no tuvieran futuro y constituyeran una visión equivocada sobre la salida de la dictadura. 

Pero en la gente anidaba un sentimiento de urgencia, creían que en Brasil no podría haber una reforma democrática, también por su visión pesimista sobre los dirigentes del país. Con los años he comprobado nuestro exceso de ingenuidad y romanticismo y nuestra falta de comprensión de la realidad.

 No percibíamos que esta era mucho más compleja, que podía haber diferentes soluciones de futuro. Mi estancia en la cárcel me ayudó a entender que el régimen militar no sobreviviría, porque no podía detener, torturar y matar a toda la juventud. El país había comenzado a transformarse y exigía un cambio. Enseguida comenzó la complejidad de la transición. A mí me detuvieron en 1970 y la apertura empezó en 1974, con el presidente Geisel. 

Se trataba de una apertura controlada, ‘lenta, gradual y segura’ en el idioma oficial; no era todavía la democracia, pero las condiciones habían cambiado. Entre 1970 y 1974 transcurrió la etapa más negra de la dictadura. Luego resultó evidente que no había solución a los problemas económicos y sociales sin democracia. Tal vez lo que diferencia a mi país de otros de América Latina es que nosotros tuvimos una fe sin restricciones en el valor de la democracia. Eso hizo que el proceso resultara menos duro”.

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